Los inconvenientes de no tener retrete

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La misión de Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Mike Collins duró ocho días, 3 horas, 18 minutos y 36 segundos. La mayor parte de ese tiempo lo pasaron dentro de una frágil burbuja de metal de seis metros cúbicos, más o menos tan espaciosa como un coche grande: el módulo de mando Columbia. Solo una fina pared, un sándwich de capas de aluminio y de acero inoxidable, les seperaba del vacío del espacio, con oscilaciones de temperatura de -140 a 140 ºC.

Los tres tripulantes del Apolo 11 no se llevaban demasiado bien, pero formaban un equipo perfectamente engrasado por el entrenamiento. Solo así pudieron convivir durante más de una semana, literalmente hombro con hombro, y sobrevivir tanto a los momentos de extrema tensión como a las tediosas horas que les llevó sumergirse en la inmensidad. Durante todo ese tiempo, su rostro estuvo deformado por el cansancio y la ausencia de gravedad que, por otra parte, les permitía trabajar en posiciones realmente inverosímiles.

El ambiente de la cabina era confortable, con una presión tres veces inferior a la del nivel de mar y una temperatura de 24ºC. Por ello, los tripulantes podían permitirse llevar los trajes espaciales solo durante las fases más peligrosas de la misión, como el lanzamiento, la reentrada o el atraque.

En el despegue, los pasajeros ocupaban tres asientos que, una vez en el espacio, podían plegarse para dejar mas hueco, y que permitían que dos astronautas se pusieran de pie. Frente a ellos estaba el panel de instrumentos. En la parte izquierda se situaba el puesto del comandante (Armstrong), encargado de controlar la nave. En el centro se sentaba Collins, quien se ocupaba de la navegación y, en el lado derecho, Aldrin, que vigilaba el estado de los subsistemas. Las paredes próximas al panel estaban tapizadas por un laberinto de casi 500 interruptores, tantos que los astronautas tenían que memorizarlos.

El interior estaba atestado. Las paredes estaban forradas con armarios para guardar todos los objetos necesarios para sobrevivir en el espacio hasta 14 días. Solo dos escotillas y cinco pequeñas ventanas se comunicaban con el exterior.

Dormir en el espacio
Bajo los asientos había tres bolsas a las que los pasajeros podían atarse para dormir, tanto con traje como con el mono de vuelo, pensadas para darles abrigo y evitar que flotaran por el habitáculo. La idea era que al menos uno permaneciese de guardia, mientras dos descansaban. Pero pronto se vio que el ruido de los equipos, la luz y la actividad del tripulante despierto casi impedían conciliar el sueño, así que descansaban los tres a la vez, mientras Houston vigilaba desde Tierra.

Pasar una semana en el espacio requería cumplir con muchas necesidades fisiológicas. La higiene quedaba limitada a un rápido cepillado de dientes. Para beber, los astronautas contaban con un dispensador de agua fría y otro de agua caliente. Además tenían un menú de hasta 70 platos, que incluía sándwiches de ternera, cubitos de fresa, tartas de fruta o naranjada. Por si les apetecía picar, había incluso frutos secos, barras de caramelo, pan y pavo en salsa. El pan y las galletas estaban tratados para evitar que formasen migas que pudieran flotar por el habitáculo. Los alimentos estaban deshidratados y congelados y envasados en plástico para que ocupasen menos espacio y durasen más, sin refrigeración. Solo era necesario rehidratarlos antes de consumirlos.

Fisiología en el espacio
Los residuos fisiológicos eran un gran problema. La orina se descargaba al espacio, donde quedaba vaporizada al instante, a través de un conducto recubierto de oro. Cada astronauta tenía una boquilla que enganchaba a una manguera, por lo que el tripulante quedaba separado del vacio por una simple válvula. Cada descarga generaba una peculiar constelación de cristales de orina que acompañaba a la nave en su camino, y que a veces podía confundir a los sistemas de navegación. Los trajes espaciales disponían de un receptáculo de orina en la pernera y de una válvula de descarga.

Los residuos sólidos eran un incordio mucho mayor. En la nave, las heces debían recogerse en bolsas de plástico que se sujetaban a las nalgas por medio de un adhesivo, pero no era raro que una parte del «material» acabase flotando por la cabina, pegándose a los trajes y a los mandos de la nave. Después de acabar, el astronauta debía introducir un germicida en la bolsa, amasarlo y guardar el recipiente en un compartimento especial. Todo el proceso podía llevar una hora, así que no es de extrañar que los astronautas usasen laxantes antes de viajar y otros medicamentos para ralentizar su tránsito intestinal. Por si acaso, la NASA instaló un sensor de presión para detectar la producción de gases y evitar que las heces se convirtiesen en una explosiva y maloliente sorpresa.

En el módulo lunar, los excrementos se metían en una bolsa con el resto de basura, que luego se arrojaban al exterior. En las escafandras la única solución era vestir unos calzoncillos especiales, hechos a medida y forrados por múltiples capas, para casos de absoluta necesidad. Oficialmente, nunca se usaron.