Entre las destacadas consecuencias de la Paz de Westfalia, rubricada en 1648 tras la catastrófica guerra de los Treinta Años, destaca el intercambio de embajadores, más o menos profesionales y con carácter permanente. Esa práctica formaba parte del revolucionario y ambicioso intento de primar la diplomacia sobre el uso de la fuerza. Y de convertir al Estado nación en la pieza clave del sistema internacional, más allá de imperios, dinastías y religiones.
Desde entonces, los embajadores están sujetos a una definición tan clásica como cínica: un perfecto caballero enviado para mentir por su país como un bellaco. Pero el embuste diplomático tiene sus límites. Y cuando llega momento de redactar telegramas para relatar de forma confidencial al respectivo ministerio lo que… Ver Más