De momento no se conoce la identidad de ese espía, cuya existencia reveló ayer la CNN. Los únicos datos que hay de él es que trabajaba como un topo dentro del Gobierno ruso y proporcionaba información muy valiosa sobre el presidente Vladímir Putin y su círculo más estrecho de asesores y subalternos. La CIA temía que quedara al descubierto y fuera detenido o ejecutado.
No es que la inteligencia de EE.UU. pensara que Trump podría traicionar a sus propios agentes voluntariamente. El temor era más bien que por medio de una conversación informal con el propio Putin o a través de algún mensaje en Twitter, el presidente acabara cayendo en alguna trampa o revelara inconscientemente detalles que condujeran a este espía en cuestión.
El incidente pone en evidencia la contradicción que existe dentro de la administración estadounidense con respecto a Rusia. Por un lado, la inteligencia sigue tratando a Rusia como uno de sus principales adversarios geoestratégicos, en línea con la postura oficial del Pentágono, mientras Trump ha defendido una y otra vez la necesidad de un acercamiento político.
El fiscal especial Robert Mueller investigó hasta marzo si el Kremlin había ayudado a Trump a ganar las elecciones presidenciales de 2016. La conclusión fue que Rusia sí tenía en marcha al menos dos campañas de injerencia digital para facilitar la victoria del actual presidente, pero que este no participó conscientemente de esas conspiraciones. En esas campañas participó necesariamente la inteligencia rusa, según Mueller.
La Casa Blanca negó ayer la veracidad de la historia, acusando a la cadena CNN de «poner en riesgo incluso las vidas de los agentes» con sus revelaciones, tal y como dijo la portavoz de la presidencia, Stephanie Grisham. La cadena de televisión citó fuentes dentro de la inteligencia norteamericana.