A imagen y semejanza de Trump, Johnson apalancado en el Brexit representa el éxito de líderes irresponsables que se hacen pasar por valientes. Como argumenta el profesor William Davies, Boris y Donald resienten esa idea de que gobernar es una tarea muy compleja que debe estar basada en hechos y no sentimientos. En su complicidad, estos grotescos personajes consideran que la visión responsable de la cosa pública basada en el policymaking, la diplomacia y la búsqueda de consensos no es más que una patraña de las élites cosmopolitas.
En su lugar, el resentimiento equidistante del ombligo -ya sea lo visceral, el bolsillo o la entrepierna- se ha convertido en la fuerza impulsora de esta pareja de incompetentes radicales que con éxito ha logrado escalar a la cúspide del poder ejecutivo en Londres y Washington (en ambos casos, apelando siempre a los peores instintos de sus compatriotas y sin necesariamente ganar mayorías de voto popular).
Con diferencia, lo peor de la apoteosis trasatlántica del nacional-populismo es todo el bagaje que acarrean sus protagonistas. Mentir con tanta facilidad como respirar. Indolencia y oportunismo. Abuso de confianza en cargos con un alto nivel de autonomía institucional. Espectáculo, mendacidad y banalidad constantes. Fomentar todo lo que divida a través de manipular agravios, frustraciones y problemas más bien fake. Jugar la carta identitaria y el excepcionalismo, en detrimento del interés general. Alianzas más que cuestionables. Y, por supuesto, vidas personales impresentables. Sin olvidar, un incomprensible fetichismo con sus respectivos pelajes.