El triunfo de la incompetencia radical

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Desde el binomio FDR-Churchill forjado en el momento más desesperanzador de la Segunda Guerra Mundial, la llamada «relación especial» ha ayudado durante décadas a vertebrar la política exterior tanto de Estados Unidos como del Reino Unido. Con la designación de Alexander Boris de Pfeffel Johnson como primer ministro, la relevante sintonía internacional entre la antigua metrópoli y sus rebeldes colonias ha conseguido trasladarse de la manera más inquietante posible al terreno de la política doméstica. Es lo que se empieza a conocer como el triunfo de la incompetencia radical en ambas orillas del Atlántico.

A imagen y semejanza de Trump, Johnson apalancado en el Brexit representa el éxito de líderes irresponsables que se hacen pasar por valientes. Como argumenta el profesor William Davies, Boris y Donald resienten esa idea de que gobernar es una tarea muy compleja que debe estar basada en hechos y no sentimientos. En su complicidad, estos grotescos personajes consideran que la visión responsable de la cosa pública basada en el policymaking, la diplomacia y la búsqueda de consensos no es más que una patraña de las élites cosmopolitas.

En su lugar, el resentimiento equidistante del ombligo -ya sea lo visceral, el bolsillo o la entrepierna- se ha convertido en la fuerza impulsora de esta pareja de incompetentes radicales que con éxito ha logrado escalar a la cúspide del poder ejecutivo en Londres y Washington (en ambos casos, apelando siempre a los peores instintos de sus compatriotas y sin necesariamente ganar mayorías de voto popular).

Con diferencia, lo peor de la apoteosis trasatlántica del nacional-populismo es todo el bagaje que acarrean sus protagonistas. Mentir con tanta facilidad como respirar. Indolencia y oportunismo. Abuso de confianza en cargos con un alto nivel de autonomía institucional. Espectáculo, mendacidad y banalidad constantes. Fomentar todo lo que divida a través de manipular agravios, frustraciones y problemas más bien fake. Jugar la carta identitaria y el excepcionalismo, en detrimento del interés general. Alianzas más que cuestionables. Y, por supuesto, vidas personales impresentables. Sin olvidar, un incomprensible fetichismo con sus respectivos pelajes.