Ninguna persona parece dispuesta a escucharlo y, al final, el único que le presta la atención que demanda es su caballo. Con esta narración el escritor ruso pretendía hacernos reflexionar sobre la sociedad que estamos creando y en aquello en lo que, a menos que pongamos remedio, nos convertiremos.
Este cuento es un grito a la necesidad que tenemos de compartir nuestros sentimientos con los demás. Algo de lo que sabe mucho la “ballena solitaria”.
Los cantos de las ballenas
En la década de los sesenta del siglo pasado dos biólogos estadounidenses descubrieron que las ballenas jorobadas macho producían vocalizaciones complejas y repetitivas -cantos- para comunicarse con otros miembros de su especie.
A partir de entonces los cetólogos no han parado de estudiar el fascinante lenguaje de estos mamíferos. Habitualmente los sonidos que emiten se encuentran en un rango de frecuencias que oscilan entre 15 y 25 hercios (Hz).
Cada especie dispone de un intervalo sonoro propio y dentro de las especies cada familia de ballenas expresa su propia versión. Los cetáceos repiten sonidos durante unos cuatro minutos y a eso se llama “tema”, un conjunto de temas configura una canción.
No se conoce con precisión el mecanismo fisiológico de estas estas eufonías, se sabe que las ballenas barbadas tienen laringe pero que carecen de cuerdas vocales y que, además, no necesitan espirar el aire para emitir los cantos.
Un espécimen único
Los cantos nos indican un carácter gregario, así como una capacidad de reconocimiento y emisión del canto, con una estructura sintáctica y jerárquica perfectamente desarrollada. Es el sonido lo que permite seguir la pista y reunirse con sus congéneres en la inmensidad oceánica.
En 1989 un grupo de científicos estadounidenses detectaron en el Pacífico Norte un sonido que catalogaron como el sonido de una ballena. Era un sonido diferente al que emite cualquier tipo de ballena -a 52 Hz-, más agudo incluso que el sonido que profiere una tuba.
Esa frecuencia es inaudible para el resto de las ballenas y, por tanto, ningún espécimen la puede responder. El oceanógrafo Bill Watkins la bautizó con el nombre de “ballena 52”.
Este cetáceo alza su melodía del amor por el mundo submarino sin esperar nada a cambio, nunca encontrará respuestas a sus llamadas.
Esta ballena solitaria viaja entre treinta y setenta kilómetros diarios -una velocidad de crucero que recuerda al rorcual-. Anualmente de desplaza desde las Aleutianas (Alaska) hasta California, un trayecto que se asemeja al de las ballenas azules.
Símbolo del desamparo
Los científicos barajan cuatro posibles hipótesis que permitan explicar la singularidad de la ballena solitaria: un extraño cruce entre dos especies, el último miembro de una familia extinta, un ejemplar sordo que nunca aprendió a emitir sonidos a las frecuencias adecuadas o bien que sufra una malformación que impida la emisión de registros correctos.
La “ballena 52” es el símbolo de la exclusión social, de la soledad, y ha sido fuente de inspiración de canciones, libros, documentales y tatuajes. ¿Qué puede haber más triste que un animal gigantesco deambulando por la inmensidad de los océanos emitiendo una balada de amor que nunca hallará respuesta?
Si Chejov hubiera sabido de la existencia de este cetáceo, quizás el protagonista de “La tristeza” no habría sido el cochero Yona.
Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.