Ahora, 250 años después, San Diego conmemora la efeméride con una serie de actos en los que paradójicamente España, gran protagonista de aquel hito, está en segundo plano. Este 16 de julio se celebrará en el parque del Presidio una ceremonia que incluirá el izado de una bandera de los kumiai y se cerrará con cánticos de este pueblo nativo. En cambio, no se prevé ni siquiera que tome la palabra ninguna autoridad española.
Fuentes de la Embajada de España en Washington destacan que esta fecha «es un recordatorio más de la larga data de los vínculos» entre los dos países y que la presencia de España en el aniversario «está plenamente justificada». El Consulado en Los Ángeles ha recibido una invitación del alcalde de San Diego, el republicano Kevin Faulconer, para «asistir» a los actos, si bien por la jubilación del cónsul acudirá el canciller del consulado, encargado provisional de la plaza. La organización del aniversario ha ignorado las reiteradas peticiones de ABC para obtener su versión.
Los inicios de la exploración de la costa norteamericana del Pacífico se remontan al siglo XVI, con Juan Rodríguez Cabrillo y Bartolomé Ferrer. Más de medio siglo después, ante la necesidad de hallar puertos de abrigo para el tornaviaje del galeón de Manila, Sebastián Vizcaíno exploró el litoral californiano con mayor minuciosidad. Fue entonces, en 1602, cuando se bautizó la bahía de San Diego y se descubrió la de Monterrey.
Pero sería ya bien entrado el siglo XVIII cuando los españoles emprendieron la gesta de poblar aquel territorio, espoleados por la amenaza que suponían para sus posesiones las incursiones de los rusos por Alaska en busca de pieles de nutria. Desde Madrid se ordenó ocupar las costas altacalifornianas y parar los pies a los intrusos.
El visitador general de Nueva España, José de Gálvez, se puso manos a la obra. Tras establecer como base el puerto de San Blas, en el actual estado mexicano de Nayarit, organizó lo que pasaría a la historia como la
Santa Expedición
. Su misión, «establecer la religión católica entre una numerosa gentilidad sumergida en las oscuras tinieblas del paganismo», así como «extender la dominación del Rey Nuestro Señor y poner esta península a cubierto de las ambiciosas tentativas de una nación extranjera».
La Santa Expedición busca «establecer la religión católica entre una numerosa gentilidad sumergida en las oscuras tinieblas del paganismo», así como «extender al dominación del Rey Nuestro Señor y poner esta península a cubierto de las ambiciosas tentativas de una nación extranjera»
Se trataba de una doble empresa, por mar y por tierra. Los paquebotes San Carlos y San Antonio harían la travesía marítima hasta San Diego, donde se debían encontrar con las caravanas terrestres. Desde allí se continuaría hasta la bahía de Monterrey.
El San Carlos, alias «El Toisón de Oro», zarpó el 10 de enero de 1769 del puerto de La Paz, en la actual Baja California, a las órdenes del mallorquín Vicente Vila y con 25 miembros de la Compañía de Voluntarios de Cataluña a bordo. La navegación, con un implacable viento en contra, fue extremadamente complicada, y el paquebote se vio obligado a alejarse de la costa y fondear en la isla de Cedros en busca de agua. El escorbuto hizo estragos y cuando la nave arribó a San Diego el 29 de abril, apenas había hombres capaces de gobernarla.
Allí esperaba ya el San Antonio, pese a haber salido desde el cabo San Lucas más de un mes después, el 15 de febrero. Juan Pérez, mallorquín como Vila, era su capitán. Aunque el escorbuto también afectó a su tripulación, entró en San Diego el 11 de abril. Un tercer paquebote, el San José, debía llevar más tarde suministros, pero nunca llegó a su destino.
Entre tanto ya se había puesto en marcha la expedición terrestre, dividida en dos columnas. La primera estaba encabezada por el capitán Fernando Rivera, natural de Nueva España, y la segunda por el gobernador de California, el leridano Gaspar de Portolá. Iría acompañado por alguien llamado a desempeñar un papel trascendental, el franciscano mallorquín Junípero Serra, presidente de las misiones de Baja California tras la expulsión de los jesuitas en 1767.
Durante cuatro meses, Rivera fue de misión en misión por aquella península haciendo acopio de «mulas, caballos, aparejos, víveres y demás útiles» y a primeros de marzo de 1769 se encontraba en Santa María de los Ángeles, «frontera de la gentilidad», es decir, a las puertas del territorio indígena. De allí pasó al paraje de Velicatá, donde se le uniría el franciscano Juan Crespí, procedente de la misión de La Purísima de Cadegomó. A las cuatro de la tarde del 24 de marzo, Viernes Santo, la caravana, con 25 soldados y unos 40 indígenas neófitos, emprendió la marcha por una tierra «estéril, árida, falta de zacates y de agua», entre «ramajes, espinos y piedras de que abunda mucho está península», describió Crespí en su diario (publicado en Miraguano Ediciones).
De vez en cuando salían al paso «gentiles», los varones desnudos y las muchachas «honestamente tapadas» con hilos por delante y cueros por detrás
Avanzaron por caminos polvorientos entre cerros y lomas, cruzaron valles y cañadas, y subieron y bajaron empinadas barrancas, siempre preocupados por hallar aguajes para satisfacer la sed de personas y bestias, y localizando emplazamientos para futuras misiones. Por el camino, cinco de los neófitos de la caravana perecieron, mientras que otros huyeron.
De vez en cuando salían al paso «gentiles», los varones desnudos los varones y las muchachas «honestamente tapadas» con hilos por delante y cueros por detrás. Los expedicionarios les regalaban abalorios y otras fruslerías para mostrar su talante pacífico. En una ocasión, un soldado ofreció a uno un cigarro encendido, que este «chupó con mucho garbo». En otra, aparecieron 29 nativos con arcos y flechas en un paso entre lomas y tres dispararon sus armas, sin llegar a impactar en nadie. Los españoles respondieron con «dos escopetazos», que tampoco causaron heridos.
El domingo 14 de mayo, la caravana arribó al «tan deseado y famoso Puerto de San Diego». Tras efusivos abrazos por el reencuentro, los recién llegados sintieron «el pesar de encontrar el real hecho un hospital con casi todos los soldados voluntarios y marineros del San Carlos y El Príncipe acabándose del mal de escorbuto o loanda». Entre los del primero ya se contaban nueve muertos, «dos echados al mar y siete enterrados en este puerto».
Sobre los habitantes de la región, Crespí decía que eran «todos indios muy despiertos, satíricos, codiciosos y, muy grandes ladrones». Uno al que llamaron Barrabás robó a los soldados unas espuelas y unas mangas, y al propio fray Junípero le hurtaría unos anteojos y la campanilla de sanctus. En todo caso, los españoles llevaban instrucciones de José de Gálvez de «que se castigue con el más severo rigor a cualquiera de ellos que ofenda los habitantes del país sin expresa orden del oficial comandante o que haga a las indias, cuya ofensa no olvidan jamás los naturales del norte de esta península».
San Junípero Serra, José de Gálvez y Gaspar de Portolá – ABC
Los auténticos pioneros
San Junípero Serra. El franciscano de Petra (Mallorca) fundó la misión de San Diego e impulsó otras 20 en la Alta California.
José de Gálvez. El visitador general de Nueva España, de Macharaviaya (Málaga) organizó la Santa Expedición a la Alta California.
Gaspar de Portolá. Este leridano fue el primer gobernador de California y el responsable de la expedición para poblar el territorio.
La segunda parte de la expedición terrestre, la liderada por Gaspar de Portolá, salió el 11 de mayo de 1769 de Santa María, donde se incorporó fray Junípero Serra procedente de Loreto. Siguieron los pasos de Rivera. En un par de ocasiones, Portolá tuvo que ordenar disparar al aire para que los nativos no impidieran la marcha.
En el caso del franciscano mallorquín, a los padecimientos propios de la expedición añadía las dolencias en una de sus extremidades, aunque no fueron suficientes para frenar al pertinaz religioso, que se hizo aplicar un remedio a base de sebo y hierbas silvestres y siguió adelante. «Salí de la Frontera malísimo de pie y pierna –escribiría al padre Francisco Palou el 3 de julio–, pero obró Dios y cada día me fui aliviando y siguiendo mis jornadas como si tal mal no tuviera. Al presente, el pie queda todo limpio como el otro; pero desde los tobillos hasta media pierna está hecho una llaga, pero sin hinchazón ni más dolor que la comezón que da a ratos».
Portolá, adelantándose al presidente de las misiones, llegó a San Diego el 29 de junio y dos días después lo hacía el religioso balear en medio de gran algazara. El 16 de julio fundó la misión de San Diego de Alcalá. California iniciaba una nueva etapa en su historia.
El actual párroco de la misión basílica de San Diego y por tanto el vigésimo segundo sucesor de fray Junípero, el padre Peter Escalante, destaca en declaraciones a ABC que con este enclave religioso empezaba «la historia escrita de California» y que fue «el primer asentamiento permanente de España en la Alta California, donde se plantaron las primeras semillas, preparando así el terreno para el gran estado agrícola de California, y la primera reunión de personas para establecer el cristianismo».
En cuanto al tratamiento a los nativos, advierte de la necesidad de «basar la historia en fuentes originales». «Por los escritos, diarios e inventarios, sabemos que el propósito de los españoles era reclamar esta región para España e introducir el cristianismo». Según el padre Escalante, san Junípero Serra «trató a los nativos que venían a la misión como un padre a sus hijos». «Los españoles introdujeron la agricultura en una cultura cazadora y recolectora, el adobe en un pueblo que vivía en cabañas de ramas, la esquila, el tejido de telas y la ganadería donde nunca se habían visto caballos, vacas, ovejas ni cerdos -continúa-. Aunque sufrimos cierta negatividad, mantenemos el legado de los franciscanos acogiendo y dando de comer y beber a todos».
San Junípero Serra y los continuadores de su obra pondrían en marcha 20 misiones más. Las exploraciones navales españolas proseguirían por el Noroeste americano hasta la última década del siglo XVIII, instalándose un fuerte en el puerto de Nutka, frente a la actual isla canadiense de Vancouver, y haciendo ondear la bandera española en las lejanas costas de Alaska.