Todo lo que tiene que ver con el caso de la Embajada es, raro no, rarísimo. Y lo es aún más por el silencio de tres días del Gobierno de Pedro Sánchez que, hasta ayer, parecía ausente al escándalo. Si el asunto estuviera reducido a una torpeza o malentendido, se habría zanjado rápido y no se habría llegado al extremo de la expulsión mutua de diplomáticos. Si la verdad fuera tan simple como algunos ahora quieren hacernos creer, no habría hecho falta «el enviado especial» a Bolivia, para arrojar luz sobre este episodio insólito. Las versiones simplistas, por desgracia, no encajan en este puzzle lamentable. Tampoco cierra, como dicen algunos, que a Sánchez y a Pablo Iglesias, su socio bolivariano, les conviniera, dar luz verde a un «operativo» que, en su fuero interno, posiblemente, les hubiera encantado encabezar si hubiera sido un éxito y no un fracaso modelo la Tia de Mortadelo y Filemón.
Bolivia se queja de que el mundo en general y España en particular tratan al país como si fuera de segunda y, en parte, tiene razón. El embajador en la OEA, Jaime Aparicio, lamenta que se «borre de la historia», el pucherazo de Evo Morales, ladino y hábil para imponer mentiras y quede como verdad suprema que le dieron un golpe. Y, también, tiene razón.