La embajada, un caso

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Cuesta trabajo pensar que dos diplomáticos españoles son capaces de poner sus carreras en riesgo para «rescatar» a prófugos acusados de sedición y terrorismo en Bolivia. La hipótesis resulta, casi, tan excéntrica como la versión de que es normal que los GEO sean los choferes/escoltas de una ministra consejera y un cónsul, en un país donde se había recuperado la tranquilidad. Tampoco parece muy normal que, justo en ausencia del embajador de España, se produzca esa «visita de cortesía» a una embajada que tiene dentro a nueve huidos del último Gobierno de Evo Morales. Entre ellos, a Juan Ramón Quintana, hombre de total confianza del expresidente atrincherado en la Argentina de Alberto y Cristina Fernández.

Todo lo que tiene que ver con el caso de la Embajada es, raro no, rarísimo. Y lo es aún más por el silencio de tres días del Gobierno de Pedro Sánchez que, hasta ayer, parecía ausente al escándalo. Si el asunto estuviera reducido a una torpeza o malentendido, se habría zanjado rápido y no se habría llegado al extremo de la expulsión mutua de diplomáticos. Si la verdad fuera tan simple como algunos ahora quieren hacernos creer, no habría hecho falta «el enviado especial» a Bolivia, para arrojar luz sobre este episodio insólito. Las versiones simplistas, por desgracia, no encajan en este puzzle lamentable. Tampoco cierra, como dicen algunos, que a Sánchez y a Pablo Iglesias, su socio bolivariano, les conviniera, dar luz verde a un «operativo» que, en su fuero interno, posiblemente, les hubiera encantado encabezar si hubiera sido un éxito y no un fracaso modelo la Tia de Mortadelo y Filemón.

Bolivia se queja de que el mundo en general y España en particular tratan al país como si fuera de segunda y, en parte, tiene razón. El embajador en la OEA, Jaime Aparicio, lamenta que se «borre de la historia», el pucherazo de Evo Morales, ladino y hábil para imponer mentiras y quede como verdad suprema que le dieron un golpe. Y, también, tiene razón.