Boris contra Westminster

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Cualquier primer ministro británico tiene la prerrogativa de pedir a la Reina la clausura del Parlamento para dar comienzo al siguiente ciclo legislativo, algo que normalmente hace cuando llega al poder. Esta nueva etapa comienza con el discurso del jefe del Estado, que presenta las iniciativas del gobierno. La suspensión del legislativo («prorogation») suele durar unas tres semanas. Al autorizarla, la Reina sigue el parecer del ejecutivo, como lo hace al tratar asuntos constitucionales ordinarios. Pero la ventaja de tener una constitución no escrita y flexible se torna en desventaja cuando la situación es excepcional y no encaja bien en los precedentes.

Boris Johnson ha solicitado y obtenido la clausura del Parlamento justo cuando su país vive uno de sus momentos políticos más delicados, al filo del Brexit previsto el 31 de octubre. El cierre temporal de Westminster esta vez es más largo de lo normal, treinta y cuatro días. Impide así al Parlamento controlar al ejecutivo cuando constitucionalmente es más necesario que nunca.

Los diputados contrarios a dejar el Brexit en manos de Boris Johnson son ya mayoría pero carecen de un liderazgo claro, ni siquiera para aprobar legislación que impida una catastrófica salida de la UE sin acuerdo. La estrategia de choque del jefe de gobierno puede tener efecto boomerang y unir en una causa común a sus críticos, la defensa de la democracia. Asistiremos en pocas horas a intentos en los Comunes de aprobar una moción que haga caer antes del 10 de septiembre a Johnson. Veremos asimismo peticiones ante los tribunales con el fin de anular el intento gubernamental de desactivar el Parlamento, en el límite de la desviación de poder.

Jeremy Corbyn, incapaz de desperdiciar una oportunidad de equivocarse, insensatamente ha querido implicar a la Reina en la tarea de frenar al primer ministro. La arena es otra: un enfrentamiento sin cuartel entre el ejecutivo y el legislativo sobre el Brexit, que dura ya más de tres años. Era previsible que en los momentos finales desembocase en una gran crisis constitucional, que además puede tener secuelas territoriales.

La ironía es que el argumento central de los Brexiteers, recuperar la soberanía británica al salir de la UE, les lleva a negar el elemento en la base de su admirado sistema constitucional, la soberanía del Parlamento.