Lukashenko, consciente de que la economía bielorrusa, planificada todavía como en los tiempos del comunismo, no tira, se enfrenta a la disyuntiva de una modernización con profundas reformas mirando hacia Europa o convencer al gran vecino ruso para que le siga subvencionando la energía, concediendo créditos y consumiendo su producción de baja calidad. Todo para tratar de continuar subsistiendo como hasta ahora, a costa de la sopa boba de Moscú.
Pero en el Kremlin no piensan seguir financiando a saco roto a un autócrata desprestigiado internacionalmente. Así que se exigen contrapartidas a cambio, la más importante, culminar el proceso iniciado hace 20 años para la creación de una «Unión Estatal» entre los dos países. Efectivamente, el 8 de diciembre de 1999, Lukashenko y el entonces presidente ruso, Borís Yeltsin, firmaron en la sala de San Vladímir del Kremlin el acuerdo para llegar a esa «Unión Estatal», que terminó de ser ratificado por los dos Parlamentos el 26 de enero de 2000.
La idea ahora es que tal asociación empiece a funcionar a partir de diciembre, aprovechando el 20 aniversario del convenio que rubricaron Yeltsin y Lukashenko, pero quedan todavía muchas cosas por consensuar. El pasado jueves se reunieron en San Petersburgo el presidente ruso, Vladímir Putin, y su homólogo bielorruso a fin de avanzar en el asunto.
Reproches y discrepancias
El jefe del Kremlin rechazó los reproches de su interlocutor en cuanto a que Rusia ha reducido su asistencia financiera a Bielorrusia en los últimos años. Dijo que «somos el principal inversor en la economía bielorrusa» con cerca de 3.700 millones de euros. Pero Lukashenko sigue en sus trece y advierte que, si para diciembre no se han resuelto todos los problemas, no habrá ninguna «Unión Estatal».
«Las posturas están consensuadas en un 80%, pero el resto de cuestiones pendientes son vitales», advirtió Dmitri Krutói, ministro de Economía bielorruso. Las discrepancias giran sobre todo en torno al precio del gas y el petróleo y al régimen fronterizo entre los dos países, que Minsk quiere hacer desaparecer por completo mientras en Moscú buscan alguna solución que evite que desde el país vecino les lleguen productos de la Unión Europea incluidos en las lista negra de sanciones.
Las tradicionalmente buenas relaciones entre Rusia y Bielorrusia se estropearon en 2014, después de que Minsk se negara a reconocer la anexión de Crimea y criticara la actuación rusa en el este de Ucrania. Gracias a este posicionamiento, Bielorrusia logró un levantamiento de sanciones por parte de la UE y EEUU, que fue respondido con la retirada de la obligación de visado a europeos y americanos. Esta decisión, según la argumentación de Moscú, fue la causa de que fueran restablecidos los controles rusos en la frontera común.
Los observadores creen que Lukashenko nunca dará su brazo a torcer y permitir que una «Unión Estatal» suponga una pérdida de soberanía para su país y el peligro para él de ser relegado a un mero cargo administrativo como los gobernadores regionales rusos. Por eso amenaza permanentemente a Putin con una alianza más estrecha con la Unión Europea y Estados Unidos si no sigue ayudándole con energía barata y créditos.
Seguir en el poder
Este apoyo de Moscú es fundamental para facilitar la reelección de Lukashenko en 2020. «No puedo no postularme», dijo hace unos meses al ser preguntado sobre si volverá a presentar su candidatura. Aseguró, no obstante, no tener intención de mantenerse en el poder para siempre ni entregárselo a sus hijos. Fue reelegido por última vez en 2015 con el 87% de los votos.
Lukashenko, un antiguo director de Koljoz (cooperativa agraria soviética), llegó al poder en 1994 con la promesa de restablecer las dotaciones y ventajas sociales que estuvieron vigentes en la Unión Soviética. Consiguió con su programa filosoviético desplazar a su predecesor, Stanislav Shushkévich, uno de los artífices del acta que acabó con la URSS. El primer gesto de Lukashenko nada más convertirse en jefe del Estado fue abolir la bandera de la Bielorrusia independiente y restaurar la soviética.
Instauró un modelo económico basado en el sistema de planificación propio de la era comunista y utilizó el señuelo de la unión con Rusia para conseguir carburantes a precios subvencionados. Bielorrusia se convirtió así en el principal productor de artículos de consumo de bajo precio para un gran número de regiones rusas con escaso poder adquisitivo.
De esta manera se consiguió un relativo nivel de bienestar entre la población que se ha ido esfumando. En lo político, las libertades y el pluralismo brillan por su ausencia. Las elecciones hace tiempo que dejaron de ser limpias y democráticas mientras los derechos de reunión y manifestación no existen.