El ascenso de Corbyn fue interpretado como parte del proceso para encontrar nuevas alternativas más hacia la izquierda del consenso forjado por la socialdemocracia tras la Segunda Guerra Mundial, pero ahora más cuestionado que nunca. Aunque en el caso británico, no se puede decir que Corbyn haya representado una opción realmente nueva. El vegetariano y rebelde parlamentario ha venido a plantear más bien una reedición del viejo Partido Laborista, con planteamientos bastante anteriores al rediseño ideológico protagonizado por Tony Blair entre 1994 y 2007.
En este viaje al pasado por parte del New New Labour, la radicalidad de Jeremy Corbyn ha recordado a la era Wilson/Callaghan que hizo inevitable el triunfo conservador en Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Frente al descrédito del estatalismo, Corbyn sigue creyendo que el intervencionismo gubernamental es la gran panacea política, sin que haya un solo problema en todo el Reino Unido que no pueda ser solucionado gastando mucho más dinero público.
El protagonismo de Corbyn (que en esencia mezcla autenticidad con el cuestionamiento del status quo a costa de no ser un candidato viable) ha coincidido con la saga de Brexit y el enorme descrédito político generado para conservadores y laboristas. Al final, las presiones en su propio partido, las pésimas perspectivas electorales y la apoteosis de Boris Johnson, le han llevado a terminar su calculada ambigüedad sobre Brexit. Y del oportunismo más interesado, el líder laborista ha llegado hasta el compromiso a respaldar la permanencia británica en la Unión Europea en un hipotético segundo referéndum.